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Nos vemos en el pueblo (abandonado)

26 de mayo de 2015

Esta semana el equipo Itinerantur hemos estado recorriendo el
Camino del Cid a su paso por la provincia de Castellón. Otro día os contaremos
más sobre este proyecto en el que estamos y estaremos trabajando hasta pasado
el verano, porque hoy queremos hablar de otra cosa: los pueblos abandonados.

Durante los días que hemos estado siguiendo los pasos del Cid
Campeador, a menudo nos hemos tenido que apartar del camino. En algunas
ocasiones, evidentemente, para comprobar que íbamos bien o que había que poner
una marca en tal o cual sitio. Pero en otras nos apartábamos para disfrutar de
las vistas espectaculares de nuestros paisajes o bien para observar
construcciones que llamaban nuestra atención a los lados del camino.

Esta ruta, como tantas otras, discurre muchas veces por
tramos de vías pecuarias y, consecuentemente, en sus cercanías encontramos
construcciones realizadas por los pastores que las recorrían. Aldeas, viviendas
y establos construidos en piedra seca con sus techumbres de cañizo, yeso y
teja, deshabitados desde hace años y derruidos a día de hoy.

Refugios de pastor y bancales abandonados en Ares del Maestrat.

El éxodo rural ha sido un fenómeno constante y progresivo
desde la mitad del siglo pasado
. Las familias se mudaban a las ciudades porque
allá había más oportunidades de trabajo, más y mejores escuelas, más
comodidades en cuanto a los servicios… en definitiva, para tener más calidad
de vida, o al menos eso se pensaba.

A partir de la Revolución Industrial, con la mecanización del
campo y la aparición de las fábricas en las áreas metropolitanas, se magnifica
este fenómeno. España, al igual que los demás países occidentales, sufre
también este éxodo, con ejemplos como Jérica (Alto Palancia, Castellón), que
entre los años 1900 y 2000 vio reducir su población a la mitad, pasando de
3.000 habitantes a 1.500.

No es esta una excepción, ni mucho menos. Como este hay
centenares de municipios, en todas las comarcas y en todas las provincias. Las poblaciones
de nuestras costas han conseguido revertir esta tendencia gracias al turismo de
sol y playa, pero es más complicado para las del interior, con más dificultades
para dinamizar su economía. Agustí Hernández publicó, en 2008, el libro Pobles valencians abandonats, una
recopilación de 40 pueblos valencianos deshabitados desde hace años. Pero en el
libro no se refleja sólo el éxodo de esta época, sino que encontramos también
ejemplos de pueblos abandonados antes del estallido de la Guerra Civil,
municipios vacíos a causa de catástrofes naturales y artificiales, poblaciones
deshabitadas tras la expulsión de los moriscos en el siglo XVII y aldeas que se
quedaron sin recursos a causa de la construcción de embalses que dificultaban
su acceso al agua, haciéndolos desaparecer u obligándolos a cambiar su
ubicación. Tras el éxito de esta primera obra de divulgación, Agustí Hernández
publicaba en febrero de 2015 Pobles
abandonats de la Península Ibèrica
, una segunda entrega en la que extiende
su ámbito de investigación a otras comunidades.

El despoblado de Xivert.

Este libro, aparte de ser una guía magnífica para conocer el
patrimonio cultural de nuestras comarcas, también es un toque de atención. Se
pensaba que se tenía más calidad de vida en una ciudad, pero, como Josep Vicent
Marqués
insinúa en su ensayo No es
natural
, permitidnos dudarlo. La gente trabaja ocho o más horas diarias
para tener un sueldo y comprar comida que no sabe de dónde viene, para pagar el
alquiler y tener un techo donde dormir. Otra parte del sueldo se va en gasolina
para llegar al centro de trabajo. Porque si no, deberíamos ir en transporte
público y eso sería gastar más tiempo, y ya tenemos bastante poco como para ir
desperdiciándolo por ahí. Pagamos a otras personas para que cuiden de nuestros
hijos mientras trabajamos, con el consiguiente gasto y disminución de tiempo
que pasamos con ellos. Tenemos más alternativas de ocio en las ciudades, sí,
pero también cuestan dinero, haciendo o bien que no podamos acceder a ellas o
dedicándole la otra parte del sueldo. Después de todo, no hay dinero para
caprichos y, peor aún: escasas horas para dedicarle a familia y amigos, que
paliamos con redes sociales. Tampoco tenemos tiempo de hacer una excursión
porque dedicarnos un momento a nosotros mismos es tiempo no rentable. Y en
nuestra sociedad, aquello que no es rentable no tiene valor. ¿Y qué hacemos
muchas veces cuando no podemos aguantar más este ritmo frenético? Nos vamos al
pueblo.

Esto no significa que debamos participar de un éxodo urbano,
pero sí ser conscientes de dos cosas: una es dónde venimos ya que, al fin y al
cabo, la agricultura y –en la mayoría de casos, también la ganadería– son la
base de nuestra sociedad, por lo tanto es fundamental que las personas que se
dedican a ello puedan seguir viviendo en entornos rurales de manera digna.
Fomentar iniciativas que dinamicen la economía del interior –tanto públicas
como privadas–asegura una mayor capacidad de decisión a los municipios para gestionar
sus recursos locales. Y, por lo tanto, una mayor sostenibilidad social,
económica y ambiental.

Y dos, a tener claro para los que ya vivimos en ciudades: en
líneas de Hermann Hesse, la consigna de hoy en día es: “La mayor cantidad
posible y la mayor celeridad posible”. Y en consecuencia el aumento constante
del placer y la disminución progresiva de la alegría. Quizás deberíamos replantearnos
nuestra manera de vivir y nuestras prioridades, ya que puede que ir un poco más
slow, como se hace en los pueblos, es
lo que verdaderamente nos haría ganar en calidad de vida.

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